lunes, 6 de septiembre de 2010

Un domingo




En el parque, mientras acompañaba a mi prima, me quedé boba al observar un niño que estaba colocando piedritas en los zapatos de su hermana; él aprovecho el tiempo mientras ésta se balanceba en un columpio y olvidó los zapatitos tras saltar en el brincolín.
El niño optó por subirse en una resbaladilla. Ahí se mantuvo hasta la cumbre. Sus ojos estaban dispuestos a no fugarse con las familias que llevaban de la mano a los hijos que sujetaban sus ostentosos helados, las aves que bajaban de los árbles a picotear algunas migajas perdidas, o las parejas que secreteaban y reían; para él esto no era interesante.
Sólo su atención era para las piedritas, grava suelta que le permitía una concentración fantástica.
Porque desde esa altura, creo, las piedritas se vuelven infinitas.


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